Reflejo
“Me miro en un espejo. Una sombra octogenaria se refleja en la pulida superficie
del cristal. Mi mirada vacía se pierde en la negrura, que la rendija de la
puerta deja traslucir en el umbral. Me siento cansado y perplejo, de mi propia
estupidez. No me reconozco allá donde me veo. El canto de un cuchillo, visto a
contraluz, me ha mostrado esta noche la desdicha de mi vida. He vivido atrapado
en un engaño, por el que me he dejado seducir.
Crecí siendo un niño sin metas ni ilusiones. Jugaba conmigo mismo pero
jamás con los demás. Aunque fingía hacerlo, simplemente por el qué dirán. No me
veía retratado en ninguno de sus juegos, ni su manera de pensar. Era un niño
distinto, que intentaba encajar. Crecí con el estigma de que debemos vivir para
los demás. Incapaz de salir del redil, atado y amordazado; sin ninguna
libertad. Y la pubertad me engañó, aún más. Me hizo creer que la culpa no era
mía y se la achacaba a los demás. Creía ver libertad, allá donde solo había
esclavitud y pesar. Precipite las cosas sin madurez, sin cabeza y sin saber
estar. Aquello me sumió en las drogas, las fiestas y vicios... sin poder parar.
Me creía invencible; me creía superior; me creía inteligente; me creía el mejor…
Y no era más que un imbécil y un denigrante engatusador.
Salí de puntillas de aquella vida, asqueado, harto y con ganas de pagar
mis penas con los demás. No era consciente de ello. Nunca me paré a pensar o a
meditar. Todo fluía muy rápido; sin parar. Como si el reloj de arena que rige
el tiempo, se hubiera resquebrajado y la arena fluyera en manta; sin descansar.
Y llegué a la tan esperada madurez. Ansiando aquella libertad que de
forma ficticia había intentado adoptar y nunca logre hallar. Pero la edad solo
hizo arrebatarme con mayor celeridad, la poca calma y sueños que en mi
confundida cabeza se pudieran encontrar.
Creí enamorarme, ciego por encontrar la felicidad. Me mentí a mí mismo,
pues lo único que quería encontrar es aquello que todos afirmaban que era normal.
Me embargue de por vida. Trabaje con tesón, para volver a casa y fingir que
todo estaba bien. Abrazaba y besaba, convenciéndome a mí mismo de que aquello
era amor. Para darme, al poco tiempo, cuenta de que en aquella casa ya éramos
más de dos. Nunca tuve para ellos tiempo. Nunca les dediqué palabras de amor.
Jamás abracé a mi hijo o le tendí la mano para cogerla con fuerza y
determinación. Ya era demasiado tarde cuando entendí que aquel gesto le habría
ayudado a no convertirse en lo que, por desgracia, me convertí yo. Le privé de
sueños y motivaciones. No le di una razón para vivir. Simplemente dejé que
fueran otros, los que dictaran su porvenir. Como hicieron conmigo y nunca
llegué a percibir.
Ahí sigue mi rostro, reflejado en el espejo... mientras mis cuencas vacías
miran un rostro carente de arrugas pero plagado de lamentos. Las tape por
vergüenza. Porque en el mundo donde yo vivo, vemos belleza donde no la hay y
miedo o espanto hacia aquello que guarda algo hermoso. Me esforcé tanto por
cuidar mi imagen y aspecto, que descuidé mi ingenio e intelecto. Le di tanto
valor a lo material que me olvide del amor y la amistad. Le di tanta
importancia a la banalidad, que descarté disfrutar de los pequeños momentos…
Tapé mis arrugas por vergüenza… Tapé mis risas, mis llantos, mis
lamentos, mis sueños. Consumí todo lo bello que hay en mí, para convertirme en
un cascaron vacío y viejo. Durante años me mentí, haciéndome creer que la culpa
no era mía sino de aquellos que me deseaban el mal; entre risas y fingidos
gestos. Pero me volvía a equivocar. Yo, sólo, me había precipitado en la
oscuridad. Me había dejado engañar y manipular. Y había perdido lo más bonito
de la vida, sin apenas pestañear.
Mis manos mostraban lo que en mi
cara había intentado borrar. Temblorosas se alzaron, rompiendo en mil pedazos
aquel estúpido cristal. Lo que yo buscaba no se hallaba en su reflejo... pues lo
único que quería era encontrar la paz. Aquella que nunca quise, ni supe apreciar.
Con paso tembloroso, me gire sobre mí mismo. Por el marco de la puerta,
la espesura de la noche parecía querer atravesar su umbral y engullirlo todo a
su pasar. Su oscuridad me llamaba y me quería engatusar. Ya estaba harto de
tantos lamentos y tan solo anhelaba poder descansar. Ochenta y tres años. Ochenta
y tres años de errores y lamentos. De viejos fantasmas y tormentos.
Dejándome llevar atravesé el
umbral de la puerta. Quería que la noche me engullera y no me soltara jamás. Mi
cuerpo marchito y cansado cayó al suelo. Tras sonado golpe, unos pasos se
oyeron a lo lejos. Ya no había más lágrimas, más tristeza, más lamento. Tan
solo el cuerpo sin vida de un hombre que nunca logró hallar su reflejo en el
cristal de un espejo.”
Comentarios
Publicar un comentario