Lágrimas saladas
Arena entre mis dedos. Mi pelo
alborotado. La brisa sobre mi cara. El sonido de las olas rompiendo sobre la
orilla. Las gaviotas y su gorjeo sobre mi cabeza. ¿Por qué siempre acababa
refugiándome en aquel lugar?
Quizás porque el profundo océano
consigue darme serenidad, hacerme sentir segura o lo suficientemente tranquila
como para pensar en paz. Puede que nos veamos atraídos hacia el agua, porque
nos recuerda a aquellos momentos en los que permanecíamos en el líquido
amniótico. Sintiendo la presencia de nuestra madre y su voz en apenas
murmullos imperceptibles.
En ese momento todo es perfecto.
Existir pero con la seguridad de que alguien vela por ti, te cuida sin saberlo
y con quien crearas un vínculo que no compartirás con nadie más. Pero entonces
rompen esa conexión física y nacemos. Todo dependerá de nosotros ahora; hasta respirar.
La primera vez que nuestros pulmones se llenan de aire y lloramos, puede que
sea la primera vez que sintamos miedo. Nuestra supervivencia depende de ese sentimiento... extraño por primera vez para nosotros. Y a partir de ese momento, de esa
bocanada de aire, todo son problemas.
En ese preciso instante deberemos
aprender y mamá estará ahí para enseñarnos. El vínculo se rompió, ya no hay
cordón. Pero entonces ella te coge de la mano, te acaricia y te mira como nadie
te mirará nunca en la vida. Sabes que ella te protegerá, pero poco a poco la
distancia os separará. Tus primeros pasos te hacen ser autónomo. Independiente
para ir donde quieras; lejos de los brazos que una vez te arroparon y
protegieron. Y poco a poco esa distancia se acentúa.
Te separan durante horas para permanecer
con gente desconocida y vuelves a experimentar miedo. Pero este es distinto, porque
temes que ella te abandone. Lloras de nuevo porque sientes que sin ella no hay
seguridad. Pero aprendes a vivir con esa distancia, que por primera vez os separa.
A fin de cuentas ella siempre acaba volviendo, porque nunca te abandonaría. ¡Jamás!
Sin embargo, cada día que pasa
alzas más el vuelo. El horizonte se vuelve infinito y cada vez piensas menos en
su regazo, en lo cálidos que son sus abrazos y lo suaves que son sus besos. Poco
a poco todo se vuelve oscuro. Te haces preguntas y comienzas a tener miedo de
ti mismo, porque estas cambiando. No sabes quién eres y por ello lo cuestionas
todo; incluso a ella. ¿Por qué tan sobreprotectora? ¿Por qué no me entiende?
¿Por qué no me ayuda?
Lo reprochas todo, te regodeas en
tus errores y, por primera vez, empiezas a ser egoísta. Ahora solo piensas en ti,
cuando ella lo ha dado todo por protegerte, y la distancia se acentúa. Te vas de
casa y las inseguridades se hacen dueñas de tu vida… Ya no ves el mundo desde
el regazo de mamá. Ahora te das cuenta de que su protección iba mucho más allá
y quería evitarte que vieras cómo es el mundo en realidad.
De repente percibes tantas cosas…
Pero te sientes maniatada y lloras de impotencia, porque todo te sobrepasa. Pierdes
la libertad. Te ves reducida a convivir en una sociedad que te exige que
aparentes ser menos de lo que eres. Verter tu opinión sobre algo te puede llevar
a problemas. Notas que los medios te manipulan, que la gente de tu alrededor
discute y se pelea a causa de esto. Sientes impotencia y rechazo.
Pero también dudas de ti misma.
Cuestionas todo lo que haces y percibes que tú también cometes los mismos
errores. A veces lo ignoras y sientes miedo de lo que tus errores pueden
causar. Los demás te exigen que obres
como se te pide... sin importar quién eres y cómo te sientes. Pero tienes tantas
dudas, que todo el mundo te acaba generando desconfianza. Necesitas aferrarte a
algo, pero no puedes evitar sentirte inútil y mezquina. No puedes evitar pensar
que hasta el amor peca de ser egoísta y posesivo. Que las relaciones se basan
en hacer daño. En aprovecharse de la afinidad y los sentimientos en común, para
ganar algo a cambio.
Todo te da vueltas y te sientes
insignificante. La sociedad te engulle, la presión te amordaza y la libertad se
vuelve una quimera. Sientes que te precipitas hacia un abismo infinito, que te
va engullendo poco a poco, del cual emana una luz. Una luz cegadora que intenta
engañarte para hacerte creer que puedes alcanzarla, que en el fondo hay
esperanza. Pero es tan solo otra mentira más y ahí estás tú, como una polilla cegada
por la luz. Porque la realidad de quiénes somos es demasiado grande como para
que la llegue a entender un simple mono.
Muevo los dedos entre la arena.
Oigo de nuevo el vaivén de las olas y siento de nuevo mis frías mejillas húmedas.
Estoy sola, pero el mar me hace sentir segura. Otra vez florece en mí el
recuerdo de ella y siento la conexión que nos une. Entonces vuelvo a sentirme
abrazada, porque el corazón me arde al pensar en ella.
Al final el sentimiento de soledad
desaparece. Porque ella me enseñó que hasta la persona más fuerte e importante de
nuestra vida, también ha tenido miedo. También se ha sentido abrumada y sola.
Como si el mundo la engullera y ella fuera algo insignificante. Tuvo las mismas
dudas y fue capaz de llevarlas por las dos. Sacrificó su propio bienestar, para
luchar por mis miedos y los suyos propios. Para tenderme una mano cuando era consciente
de que no habría recompensas por ello, ni palmaditas de consuelo. Ha
sobrellevado los errores de ambas y aun así ha logrado infundirme las ganas de
seguir adelante.
Pese a no estar juntas, pese a
los desplantes y lo reproches, ahí sigue ella para mí. Demostrándome que se
puede sentir miedo, que el mundo es basto y desconocido. Pero si ella ha
sobrellevado eso por ambas, yo también podré hacerlo... Como ella me ha enseñado.
Quizás por eso me gusta tanto
observar el mar, porque me recuerda a ella y me demuestra que no todo en este
mundo se hace por egoísmo o interés. Porque no hay mayor gesto de amor, que el
que profesa una madre por su hija... no puede existir egoísmo en algo así.
El mar es basto y profundo, como
los problemas; calmado y distante, como el pensamiento; cálido y reconfortante,
como un abrazo; liquido y salado, como las lágrimas que derramo cada vez que lo
contemplo.
¡QUE MARAVILLA TESORO!!!!
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